"EL RÍO COLOR DE LEÓN"

Buenos Aires es mi ciudad, la capital de la República Argentina, bonito país de América del Sur. Está ubicada a orillas del Río de la Plata, un río con singulares características que lo hacen único en el mundo. Su color marrón hace que se lo denomine: "el río color de león" no solo por su color, sino también por la ferocidad de sus condiciones climáticas. Cada tanto les voy a contar experiencias de navegaciones en este río tan particular que produce en los navegantes deportivos argentinos explosiones de adrenalina majestuosas... Croker Nauta

EL RÍO COLOR DE LEÓN

EL RÍO COLOR DE LEÓN
Foto Satelital del Río de la Plata

lunes, 14 de julio de 2008

Su primera experiencia...

La náutica junto con la naturaleza te regala experiencias increíbles, que debemos capitalizar para poder resolver situaciones similares en el futuro.

Este blog trata humildemente ser un apéndice más en la formación del navegante deportivo.
Y para ello, que mejor que compartir las vivencias de la gente común que por primera vez se acerca al río, y poco a poco se va nutriendo de nuevas vivencias marineras.

Espero que disfruten este relato tanto como lo disfrute yo…


Ese domingo, cuatro aprendices caraduras del turno mañana decidimos quedarnos a tentar la suerte de una nueva navegada por la tarde.

Como no había suficientes instructores y al parecer se habían puesto de acuerdo en ir todos los “legales” de ese turno, sólo pudimos subir a la Tracker, que iría como “insignia”.
Embarcamos, entonces, tras aprovisionarnos en el kiosquito frente a PNA con galletitas y caramelos.

Apenas soplaban unos pocos nudos, así es que supuse que la adrenalina quedaría (otra vez) para otro día.
Esa mañana el puerto de Olivos (y tantos otros) había estado cerrado por niebla, por lo que el dictamen del jefe de prácticos había sido practicar con motor.
Igualmente la clase había estado buena, porque de yapa nos hicieron sentir la potencia del motor 40 caballos montado en la Tracker.

En principio, esa tarde el cielo se había despejado bastante.
No hacía un frío considerable tampoco.
Estaba adecuado, digamos suave, para navegar.

Hubo quien en la Tracker se lamentaba diciendo que, de haber sabido que no navegaría a vela, habría preferido irse a la casa a hacer cosas más interesantes que hacer en domingo.
Pero se me ocurre que lo que sucedió más tarde puede haberle hecho cambiar un poco de parecer…

Salimos del puerto y nos quedamos no muy lejos de la bocana.
Los cuatro aprendices, junto con el instructor, estuvimos esperando ver salir a los dos veleros del CPY un largo rato.
Cuando en cierto punto nos comenzamos a inquietar, aparecieron, detrás.
Y un poco más tarde, salió el yate del amigo de Sr. Caramella.
Creímos que él estaría a bordo, pero rato después lo vimos salir del puerto capitaneando esa especie de reproductor de música flotante que es su “Ulises”.

Así es que finalmente fuimos cinco embarcaciones amigas las que compartimos la zona.
Al rato de permanecer flotando, me pregunté en voz alta qué podría ser, sobre el casi despejado horizonte, hacia Uruguay, aquella nube alargada, como de incendio, (de Norte a Sur, gris clara, puntuda en ambos extremos, muy al ras del agua); pues las pocas nubes que se veían aparte eran blancas y altas.

Nadie me supo contestar.

Cuando vimos que el Ulises se amarraba al yate, no quisimos ser menos y pusimos proa a ellos, hasta conseguir amarrarnos a la popa del velero.
Por supuesto los cuatro aprendices nos desparramamos en su cockpit (no subimos al yate porque no había lugar... y porque no fuimos invitados, tal vez por nuestra calidad de colados), y confianzudamente hicimos uso y abuso del baño, de la cocina para calentar agua para el mate, y hasta nos atrevimos (¡sacrilegio!) a cambiar la música puesta por el capitán.

Pero como no estaba a bordo...

Contra cualquier conjetura, sin embargo, juramos no haber tomado ni una sola gota de vino.

Por los alrededores había varios sloop particulares paseando y veleros-escuela haciendo sus prácticas.
Incluso recuerdo haber visto a tres o cuatro optimist y a su instructora en un gomón (a los que me gusta llamar “mamá gansa con sus gansitos”).

Todo era muy apacible.

Tiempo después llegó de visita una pareja que a su vez amarró su velero al Tracker, con lo cual nos transformamos en una especie de (un tanto extenso) tren flotante de cuatro vagones.

La pareja bajó, nos saludó en el cockpit del Ulises y siguió viaje hasta sumarse al resto en el yate.

Para entonces, el tiempo se encargó de responder a mi pregunta sobre aquella inquietante nube gris que había descubierto un rato antes.
Poco a poco, la misma se había ido convirtiendo en una mole de andar pesado pero seguro, circulando de Este a Oeste.

O sea, hacia nosotros.

Se acercaba lentamente y de manera creciente, agigantándose hacia arriba y hacia los costados, transformándose -por efecto óptico- en una herradura blanca y gigante, etérea, en cuyo seno fuimos quedando atrapados.

Muy lentamente, con la parsimonia de una procesión religiosa pero sin velas ni incienso, esa nube de vapor de agua fue rodeándonos completamente y escondiendo de nuestra vista, una a una y sin disculparse, a todas las embarcaciones que teníamos a nuestro alrededor hasta unos cuantos metros a la redonda.

Incluyendo a mamá ganso y sus gansitos.
Aunque calculo que para ese entonces, en realidad, estos últimos habrían regresado a puerto.

Fue como si se hubiera detenido el tiempo.

No recuerdo sonido alguno, aunque en verdad nosotros continuamos nuestras charlas con fondo musical, llenando nuestros estómagos de mate (lo juro, no tocamos el vino) y galletas.

Esa niebla produjo en mí un efecto fascinador.
Como si estuviera en una escena de película de fantasía tipo “Harry Potter” o “El Señor de los Anillos”.

Casi que existía la magia.

Había una extraña calma en el entorno, pero a la vez noté que los sentidos se agudizaban, observando con más atención hacia los cuatro costados.
Con dar algunas vueltas sobre uno mismo, sencillamente se podía desorientar.

Recliné mi cabeza sobre la carroza, adormecida por el ligero cabeceo y el rolido del barco y por efecto de la digestión.

Bajó un poco la temperatura...

¿Sonó una campana?

Paulatinamente, desde las tripas de la pared blanca, comenzaron a emerger hacia nosotros, desde el Este y como flotando, no en el agua sino en el aire, unos fantasmitas blancuzcos...
Parecían salidos de la nada; eran los demás veleros que, navegando con suma precaución, se acercaban cuidadosamente a la costa.

Y, como una gran tortuga marina, tan parsimonioso como la neblina, asimismo emergió de ella el catamarán “Libertad”, retornando a su cueva portuaria.

Todos iban cuidando de no cruzar su rumbo con otras embarcaciones.

El instructor nos dijo que el puerto había sido cerrado nuevamente para salir, pero no para regresar a él.

Atardecía.

El poco distinguible celeste cielo empezaba a perder su saturación, y la blancura del vapor comenzaba a agrisarse.

La neblina no parecía querer irse.

Nuestros veleros arriaron velas, se amarraron entre sí y comenzaron a rumbear hacia el puerto con motor apenas acelerado.

Empezamos a desarmar el tren.
La pareja regresó a su velero, no sin antes despedirse de todos.
Y nosotros volvimos al Tracker, después de haber mezclado todos los discos del capitán.

Cuando el capitán regresó al Ulises, nosotros pusimos cierta distancia prudencial ante él.

El trayecto de regreso se hizo de manera muy lenta y concentrada.
Los H19 iban delante, como midiendo sus pasos.
Casi no se distinguía silueta alguna de la costa hasta unos pocos metros antes de alcanzarla.
Los novatos apenas pudimos darnos cuenta, justo a tiempo, dónde estaba la bocana de nuestro puerto.
De un instante a otro, el muelle de los pescadores pasó de ser una sombra suave y desdibujada, a ser un real y firme obstáculo de gruesas piedras hambriento de rodas y quillotes que debimos esquivar.
Estábamos acercándonos desde un poco más al Sudeste del mismo, con el riesgo de tocar el fondo o alcanzar aquellas fauces rocosas.
Pero la lentitud con la que navegábamos permitió maniobrar para ingresar de manera segura.

No sentí miedo.

Estaba absorbida por la vivencia.

Sin embargo, recuerdo que algo me decía que, detrás de la fascinación por esa experiencia inédita y casi mágica, en situaciones así uno no debe dejar de mantenerse alerta.
Podría vivirlas incluso en peores condiciones: en aguas y costas menos conocidas, con menos luz o directamente de noche, sin instrumentos de navegación –por las razones que fueren-.

Recordé cuando otra tarde navegábamos con viento en popa redonda, con oreja de burro; el instructor nos dijo que esa manera de aprovechar el viento, si bien parecía muy tranquila, puede ser muy traicionera.
Por eso conviene no dejar de prestar atención al viento en ambas velas y, por ende, a la botavara.

Esta tarde con neblina sentí que el consejo era similar.

Ante todo, atención, cautela y seguridad.

Y era fondear (según me dijeron, es lo más apropiado) o volver despacito, como hicimos nosotros, gracias al hecho de que no nos habíamos alejado demasiado del puerto y aún había a nuestro favor una mínima visibilidad.

Pese a esta interesante lección, veo la última foto y no deja de actuar en mí el efecto cautivante, fascinador, seductor de esa espesa neblina, con luces y sombras borroneadas por la luz del atardecer.

Volvía a casa, sí, pero con ganas de quedarme un rato más.

Gracias a Claudia Parellada por la foto "Ulises en la bruma".
Nota: María Eugenia Boutigue
Croker Nauta

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